Sociedad

¿Seres o unidades? una visión funcional de la vida

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Por Henrik Hernandez

El ser humano, al romper sus vínculos con los ciclos naturales, ha olvidado que no es un fin en sí mismo, sino una función del equilibrio terrestre.

Introducción

Durante siglos, la humanidad se ha comprendido a sí misma como un conjunto de individuos únicos, dotados de alma, conciencia y voluntad. Cada ser humano ha sido considerado un "ser" en sentido completo, portador de identidad, propósito y autonomía. Sin embargo, Henrik propone una visión alternativa: ¿y si no somos realmente "seres" completos, sino unidades biológicas funcionales dentro de un sistema mayor?

Esta idea rompe con la visión antropocéntrica clásica y sugiere que la vida, lejos de girar en torno al individuo, se estructura como una red de funciones interdependientes. Desde esta perspectiva, cada ser no existiría por sí mismo, sino en tanto cumple una función dentro de un proceso mayor, ya sea metabólico, ecológico o planetario.

El individuo como nodo dentro de una red viviente

Desde la biología hasta la ecología, todo parece indicar que la vida opera en niveles de organización jerárquicos: células, tejidos, órganos, organismos, poblaciones, ecosistemas. En cada nivel, las partes cumplen funciones específicas que no tienen sentido aisladas. Un glóbulo rojo fuera del cuerpo no es un ser; una abeja sin su colmena, tampoco.

Henrik extiende esta lógica al ser humano. ¿Y si nosotros también somos simplemente módulos ejecutores de tareas específicas en el entramado biológico del planeta? Nuestro pensamiento, cultura, lenguaje, incluso nuestras decisiones, podrían ser interpretadas como expresiones de un sistema que nos usa como interfaz para sostener un equilibrio más amplio.

Un ejemplo natural: los salmones como unidades funcionales

Un ejemplo claro de esta visión funcional de la vida se encuentra en los salmones. Nacen en los ríos de agua dulce, luego migran al océano, donde absorben minerales y nutrientes ausentes en la tierra firme. Después de años, regresan al río donde nacieron para reproducirse. En ese trayecto, muchos son devorados por osos, lobos, águilas o pescados por humanos.

Lo notable es que esta cadena no termina en la muerte: ya sea por la digestión de sus depredadores o por la descomposición de sus cuerpos, los nutrientes marinos que contenían los salmones regresan al suelo terrestre. Bosques enteros en las riberas de los ríos se benefician de esta transferencia, lo que demuestra que el salmón no vive solo para sí mismo, sino como una unidad de transporte químico entre sistemas separados: el mar, el río y la tierra.

Autonomía o ilusión de autonomía

La sensación de libertad personal puede ser una propiedad emergente, útil para mantener el sistema flexible y adaptativo. Pero eso no significa que el individuo sea un "ser" en el sentido metafísico, sino un componente operativo, una unidad de procesamiento bioquímico con cierta capacidad de autogestión, pero cuyo destino está atado a redes funcionales más grandes.

La idea de alma, propósito trascendental o destino individual podría ser una construcción cultural nacida del lenguaje, de la conciencia de sí, pero no necesariamente un atributo ontológico fundamental. La pregunta de Henrik es directa: ¿existimos para nosotros mismos, o somos parte de un ciclo que nos trasciende?

Rupturas humanas del ciclo natural

Henrik señala que, a diferencia de otros organismos que cumplen su función dentro del flujo ecológico sin interrumpirlo, el ser humano ha desarrollado prácticas culturales que han roto en gran medida este proceso. Un ejemplo de ello son los cementerios. Al concentrar los cuerpos en superficies delimitadas y tratarlos con métodos de conservación y aislamiento, como ataúdes sellados, embalsamamientos o bóvedas, el flujo natural de descomposición se ve alterado. En lugar de reintegrar sus componentes químicos al ecosistema de forma distribuida, se genera una concentración localizada y artificial de materia orgánica que rompe el equilibrio.

De igual manera, los sistemas de canalización de aguas residuales y la acumulación de heces fecales en puntos específicos del entorno urbano desconectan al ser humano de su función ecológica primaria: devolver al medio los nutrientes que provienen del alimento. Estas prácticas, si bien justificadas desde el punto de vista sanitario y social, tienen consecuencias ecosistémicas profundas, al impedir la reintegración armónica de los desechos al ciclo vital planetario.

Consecuencias para la ética y el sentido

Aceptar que somos unidades funcionales dentro de un sistema mayor no significa negar el valor de la vida, sino redefinirlo. La ética ya no se centraría en la realización personal, sino en el impacto funcional de nuestras acciones dentro del ecosistema. Lo correcto sería aquello que mejora la resiliencia y el equilibrio del sistema, no lo que simplemente satisface el deseo del individuo.

Esta visión también otorga un nuevo sentido a la existencia: no buscamos un fin último para nuestras vidas, sino que somos parte de una dinámica mayor, cuyo propósito puede no ser comprensible, pero cuya estructura es evidente en su interdependencia. Vivimos para sostener el flujo, para transformar, para equilibrar o desequilibrar según las necesidades del todo.

Conclusión

Henrik, con esta reflexión, nos invita a mirar más allá del yo, del alma, del ego, y observarnos como lo que tal vez realmente somos: funciones ejecutoras de un sistema que solo puede mantenerse vivo si cada parte opera sin creerse el centro del universo.

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Copyright © Henrik Hernandez 2025

La redacción e investigación de este artículo han contado con la asistencia de inteligencia artificial, utilizada desde julio de 2024.

#Cuba #TocororoCubano #UnidadesDelSistema #CicloDeLaVidaAlterado

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