Cultura

Sombras bajo el cielo habanero

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La brisa cálida de la noche habanera me acompañaba mientras el taxi dejaba atrás el aeropuerto. El reloj marcaba las 20:30 y las luces de la ciudad titilaban en la distancia, revelando una Habana envuelta en un aire de misterio. A medida que avanzábamos por la Carretera del Guatao, sentía que la ciudad vivía en los límites de lo tangible y lo espectral, como si entre sus callejones oscuros y edificaciones desgastadas se escondieran historias aún no contadas. La carretera se extiende como una línea delgada que conecta el aeropuerto con un mundo de historias, algunas ya contadas y otras que aguardan en los recovecos de las calles.

En la calle 114, en Marianao, las primeras señales de ese embrujo invisible se hacen evidentes en las sombras largas que se proyectan desde las viejas fachadas. Entre edificios deteriorados y otros en mejor estado, parece que la ciudad ofrece sus secretos solo a quien sabe observar. De vez en cuando, un edificio restaurado, reluciente en medio de la penumbra, surge como si fuera una isla de resistencia ante el desgaste del tiempo. Las sombras danzaban sobre los muros, formando figuras que, bajo la luz tenue de las farolas, parecían tener vida propia. ¿Eran solo fruto de mi imaginación, o quizás las presencias invisibles que siempre han habitado esta ciudad se mostraban en silencio?

En la Avenida 31, los barrios se vuelven más sombríos. La luz se vuelve escasa y las calles, solitarias. El silencio es profundo, pero a veces interrumpido por el eco distante de una conversación o el murmullo del viento, como si la ciudad misma susurrara viejas historias. Las sombras juegan entre los muros, proyectando figuras que podrían ser fruto de la imaginación o presencias invisibles que siempre han estado allí. El viajero se sumerge más y más en los recovecos de La Habana, donde las leyendas urbanas y los relatos de antaño se entrelazan con las historias no contadas que aún aguardan ser descubiertas.

Al tomar la calle 80, el viajero se aproxima al hotel. El mar, invisible aún en la oscuridad, comienza a hacerse presente a través del olor salino que invade el aire. La brisa que sopla lleva consigo un peso inexplicable, como si estuviera cargada de las memorias de una ciudad que ha visto demasiado.

A lo lejos, en la Avenida Primera, el Hotel Copacabana surge en la penumbra. Después de lo que parecía un viaje interminable llegué. Tras pagar los 30 dólares al taxista, los trabajadores del hotel me recibieron con una amabilidad calculada, como si fuera un cliente que conocían desde hace tiempo. Me llevaron a mi habitación en el tercer piso, una estancia sin lujos, pero con todas las comodidades esenciales. Desde la ventana, el mar y el barrio de Miramar se fundían en un paisaje que ofrecía paz... aunque esa calma no duraría mucho. Sabía que he llegado a un lugar donde la frontera entre lo real y lo sobrenatural es tan delgada que, a veces, parece desaparecer por completo.

La primera noche fue tranquila. El ritmo pausado de la ciudad parecía fluir en perfecta sincronía con el vaivén de las olas, y nada me hizo pensar que mi estancia en el hotel podría desentonar de esa armonía. Pero, al regresar al segundo día, todo cambió.

Al abrir la puerta de la habitación, una sensación de inquietud me recorrió. Mis pertenencias estaban desparramadas por el suelo, como si alguien hubiera entrado en un torbellino de caos. Mi maleta, que antes había guardado todo cuidadosamente, estaba rota, sus piezas esparcidas en varias direcciones. El primer impulso fue el de pánico, pero algo me detuvo. Nada había desaparecido. No faltaba ni un solo objeto.

Me detuve un momento. Reflexioné. Esto no era un robo; era algo más. Alguien había querido infundirme miedo, probar mi reacción, hacerme dudar de mi seguridad. Sin embargo, eso no funcionaría conmigo, me dije. Mi experiencia, tanto personal como profesional, me había enseñado a mantener la calma, a no ceder ante el pánico, sino a procesar todo racionalmente.

Decidí organizar la habitación nuevamente. Recogí mis pertenencias, tomé un baño y dejé que el agua tibia me liberara de cualquier tensión. No quise hacer acusaciones. Estaba claro para mí, que cualquier reclamación inculparía al ama de llaves y solo traería problemas innecesarios. No creía que ella tuviera algo que ver, y además, cualquier proceso legal podría prolongar mi estadía, algo que no deseaba bajo ninguna circunstancia. Mi mente, siempre racional, me dictó mantener la calma y seguir adelante.

El tercer día llegó con un propósito más claro: debía participar en una conferencia en el Palacio de las Convenciones. El amanecer aún estaba fresco cuando bajé al lobby para desayunar y tomar el ómnibus que me llevaría al evento. Mientras esperaba, mis ojos se posaron en una figura sentada en uno de los divanes. Una mujer de cabello oscuro, de rostro sereno, que, al verme, sonrió y se presentó como Katia. Me explicó que era cubana, pero residente en Panamá, y que había trabajado en un programa de la televisión cubana.

En el Palacio de las Convenciones entre los corredores de mármol y las miradas furtivas de otros asistentes, el aire se cargaba de una tensión inexplicable. Katia, quien había aparecido con una sonrisa serena esa mañana, permaneció a mi lado durante todo el evento.

Katia era increíblemente conversadora. Su presencia resultaba intrigante. El día transcurrió entre exposiciones, charlas y discusiones, hasta que, al final de la jornada, todos los invitados fuimos llevados al Palacio de la Revolución. El ambiente allí era solemne, y luego paso a festivo, la tensión palpable. Sin embargo, cuando llegó el momento de partir, Katia no regresó al bus para regresar al hotel. Había desaparecido sin dejar rastro.

Intenté buscarla con la mirada, pero nunca más la volví a ver. El número telefónico que me había dado, al marcarlo, simplemente no existía, como si nunca hubiera sido más que una ilusión, un eco de alguien que tal vez jamás estuvo realmente allí. Era como si se hubiera desvanecido, como un espectro que solo había estado allí para cumplir con su papel en una historia mucho más grande que la mía.

Finalmente, al séptimo día, mi tiempo en el Copacabana llegó a su fin. Al bajar al lobby una vez más, dos hombres me esperaban. Se acercaron con pasos decididos, como si supieran quién era y por qué estaba allí.

—Henrik, ¿verdad? —dijo uno de ellos, esbozando una sonrisa que no me inspiraba confianza.

Se presentaron formalmente, pero su oferta de almorzar me resultó demasiado extraña. La sensación de incomodidad crecía con cada palabra, y su presencia me parecía una insistencia indeseada. Les respondí con una excusa rápida y me dirigí a la puerta sin mirar atrás.

De nuevo, esta vez bajo la luz del día, recorrí las calles de La Habana. La ciudad, con su vibrante energía y su atmósfera cálida, escondía bajo su superficie una profundidad insondable, cargada de secretos que permanecían ocultos a simple vista. A medida que auto avanzaba, los rayos del sol parecían iluminar solo una parte de la verdad, mientras el resto se perdía en las sombras de los edificios antiguos. En algún lugar de la ciudad, lo sabía muy bien, dos hombres en silencio repasaban las fotografías que habían tomado justo en el momento en que abordé el taxi.

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Esperamos que este relato haya despertado su curiosidad y lo haya llevado a explorar más allá de lo evidente. Siga con nosotros para descubrir más historias donde lo real y lo desconocido se encuentran.

¡Le deseamos un maravilloso momento con cada palabra y misterio que comparta con nosotros!

Copyright © Henrik Hernandez 2024

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