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La Fraternidad Desleal

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Estamos orgullosos de conectarnos con usted, independientemente del lugar en que se encuentre. En esta ocasión, le invitamos a sumergirse en "La Fraternidad Desleal", una narración que explora los misterios de la hermandad masónica, los desafíos de la traición y los viajes que trascienden lo terrenal hacia lo espiritual. Acompañe a Henrik en un recorrido por símbolos ancestrales, paisajes transformadores y decisiones que marcan el alma.

¡Le deseamos que disfrute de nuestro relato y pase un maravilloso momento junto a nosotros!

***

Henrik recordaba cada detalle de aquella jornada que cambió el rumbo de su vida. Había transcurrido más de veinte años desde su iniciación masónica, pero los eventos de ese día seguían grabados en su memoria con la nitidez de un grabado en piedra.

Ese día, lleno de solemnidad y significado, estaba muy lejos de imaginar que dentro de las filas de aquello que llevaría en su corazón como fraternidad y hermandad, se erigirían quienes algún día levantarían sus espadas no para socorrerlo, sino para llevar a cabo un acto de vil traición.

Muy lejos estaba de saber que en la vida real, la leyenda de Hiram Abif, el arquitecto traicionado por sus propios compañeros, adquiría una dimensión aún más oscura y desgarradora. En ese mundo de ideales elevados, donde la luz de la sabiduría y la verdad debían guiar el camino, los verdaderos "malos" no serían simples compañeros, sino aquellos que portaban el título de maestros, aquellos que deberían haber sido guardianes de la virtud.

El Henrik de aquel entonces, lleno de ideales y esperanza, no podía prever que los lazos de fraternidad se convertirían en cadenas de desconfianza y traición. Sus hermanos Max y Gloris, aquellos en quienes había depositado su confianza, comenzarían a urdir acciones conspirativas, tanto abiertas como encubiertas, para ocultar la naturaleza de sus propios errores.

Con astucia y palabras cargadas de doble intención, tejieron una red de intrigas que envenenó la armonía de la logia. Henrik, ajeno en un principio a las maniobras, no tardó en percibir cómo los cimientos de aquella fraternidad que tanto veneraba comenzaban a resquebrajarse.

Sin embargo, lo que más dolía no era la traición en sí, sino el silencio del resto de los hermanos, quienes, pese a presenciar las injusticias, optaron por no intervenir. Sus argumentos, envueltos en un manto de falsa sabiduría, justificaban su pasividad: "Guardar silencio es un acto de sabiduría." Pero Henrik, en lo más profundo de su alma, sabía la verdad. Ante las injusticias, guardar silencio no es sabiduría; es cobardía.

Con el tiempo, esa actitud no solo erosionó su confianza en aquellos que llamaba hermanos, sino que encendió una chispa de cuestionamiento en su propio espíritu. ¿Acaso la hermandad era un ideal imposible, un espejismo que ocultaba la fragilidad de las pasiones humanas?

Henrik no tiene por qué guardar silencio ante la ignominia. Después de los bochornosos actos narrados aquí y otros que aún no ha hecho públicos, su único compromiso es con la doctrina que honra los principios de la verdad, la justicia y la fraternidad. Henrik no está atado por ningún vínculo moral hacia quienes han pisoteado los principios fundacionales y funcionales de la masonería, traicionando sus valores más sagrados.

Que los responsables sepan que de nada les servirá esconderse tras los muros de una Logia, porque la luz de la verdad siempre encontrará la manera de exponer sus crímenes morales, dejando al descubierto su ruindad ante los verdaderos iniciados y la historia misma. Esperen la publicación de las memorias de Henrik y veremos como saltan los conejos, cuando sean expuestos con pelos y sin pelos, moralmente desnudos, tal y como son.

El Henrik de aquel entonces, lleno de fervor y esperanza, no podía prever que las sombras se infiltraban incluso en los lugares consagrados a la luz.

Era un día magnífico de inicio de verano de 2002, cuando, con el corazón acelerado y un leve sudor en las palmas de las manos, Henrik cruzó las puertas del templo masónico en Kammakargatan 56, en Estocolmo.

Bajo la atenta mirada de la Venerable Maestra Elis, fue conducido a la Cámara Oscura. Allí, en la penumbra, enfrentó la prueba de la tierra, un momento de reflexión profunda en el que el peso de las preguntas planteadas le llevó a cuestionar su propósito, su carácter y su valor.

Más tarde, guiado por los acompañantes rituales, Henrik se adentró en las pruebas de fuego, agua y viento. Cada paso era una alegoría, un enfrentamiento simbólico con las fuerzas primordiales del universo y un recordatorio de la fragilidad y el potencial del espíritu humano. La solemnidad del templo, el eco de las palabras rituales y la luz tenue de las antorchas tejieron un ambiente que mezclaba misterio y revelación.

Cuando finalmente abandonó el templo, Henrik llevaba en el pecho el orgullo de haber sido iniciado bajo los cuatro elementos. La brisa de aquel día cálido parecía susurrar palabras de bienvenida al universo de los iniciados.

Esa noche, agotado, pero lleno de una energía indescriptible, Henrik se dejó caer en su cama. No tardó en quedarse dormido, y fue entonces cuando sucedió lo inesperado: en el silencio de su sueño, su conciencia se desprendió de su cuerpo.

En un abrir y cerrar de ojos, se encontró de pie en una ciudad abandonada, envuelta en tinieblas y un aire pesado de niebla y polvo. Las edificaciones majestuosas estaban en ruinas, como si el tiempo y el abandono hubieran conspirado para borrar su esplendor. El silencio era opresivo, una calma inquietante que anunciaba un desastre inminente.

De repente, la tierra bajo sus pies comenzó a estremecerse con furia. El suelo vibraba como si un gigante furioso despertara desde las profundidades. Henrik vio cómo las calles de la ciudad se fragmentaban, mientras enormes grietas se abrían para devorar edificios enteros. Las colinas que rodeaban el valle parecían ofrecer refugio, y sin pensarlo, Henrik y otros desconocidos que habían aparecido en la escena corrieron hacia las alturas.

Desde la cima, Henrik contempló con horror cómo la ciudad entera era tragada por un cráter. Del abismo emergieron llamas, lava y bombas volcánicas que se alzaban al cielo, transformando el lugar en un infierno ardiente. No había tiempo para mirar atrás. Henrik continuó corriendo entre las colinas, pero el fuego devorador lo seguía, alcanzando los árboles y matorrales que estallaban en llamas.

Desesperado, se lanzó por el sotavento de la colina, llegando a una llanura donde un río serpenteante ofrecía su última esperanza. Sin dudarlo, Henrik se sumergió en sus aguas y nadó con todas sus fuerzas hasta la otra orilla. Exhausto y al borde de la inconsciencia, llegó a tierra firme. Sus recuerdos se desvanecían en un susurro mientras caía desmayado, solo alcanzando a vislumbrar figuras vestidas de blanco que se acercaban a él.

Cuando despertó, estaba en una cabaña luminosa y pulcra, rodeada de un clima tropical. Los habitantes del lugar, vestidos con túnicas de hilo blanco, se movían con gracia, como si cada paso fuera parte de una danza ritual. Frente a él, un anciano y una joven lo miraban con calidez.

El anciano habló primero, con voz firme y pausada:

Has venido del mundo tumultuoso exterior. Sofía te mostrará los misterios de arriba y abajo de nuestro mundo, y podrás ver tu destino.

Llevó una mano abierta a su pecho, hizo una reverencia de tres pasos hacia atrás y se marchó apoyado en un báculo de madera.

La joven, Sofía, se acercó y ayudó a Henrik a ponerse en pie. Sus ojos brillaban con un magnetismo indescriptible. Sin decir palabra, lo condujo hacia una imponente muralla de piedras trabajadas con una técnica que parecía haber derretido la roca antes de solidificarla en moldes perfectos. Sofía levantó una mano, y las piedras se desplazaron con un murmullo grave, revelando la entrada a una ciudadela de diseño sobrecogedor. En su centro se alzaba un templo de forma zigurat, que parecía absorber la luz del sol en su superficie.

Dentro del templo, comenzó un periodo de intensa instrucción. Henrik sentía cómo el conocimiento se derramaba sobre él como cascadas de luz y entendimiento. Días enteros pasaban como segundos, marcados solo por el cambio de iluminación en la bóveda celeste. Allí aprendió sobre los misterios de los mundos superiores e inferiores, la conexión entre el espíritu y la materia, y la naturaleza del destino humano.

Una mañana, al terminar una de las lecciones, Sofía tomó las manos de Henrik y las llevó a su pecho. Un vórtice de energía lo envolvió, y de repente, se encontró de nuevo a orillas del río, rodeado por los habitantes de las túnicas blancas. En los ojos de Sofía brillaba una tristeza silenciosa.

Una lágrima surcó su mejilla mientras señalaba una barca amarrada en la ribera del río.

—El río llama, toma el timón y avanza —dijo con voz apenas audible.

Henrik avanzó hacia la barca, decidido, cuando un impacto ardiente lo hizo tambalearse. Giró sobre sí mismo y vio, a unos 50 metros, a un hombre con un arco en la mano. El hombre había disparado una flecha que ahora atravesaba su espalda, el dolor quemante irradiaba por todo su pecho. A su lado, una mujer permanecía en silencio, con la mirada fija en Henrik, como si compartiera tanto la intención como el peso del acto que acababan de cometer. La mujer lo señalaba con el dedo, en un gesto acusador que parecía cargar el peso de un juicio inapelable. 

Henrik intentó mantenerse de pie, pero sus rodillas cedieron. Miró alrededor, buscando ayuda, pero la multitud simplemente le dio la espalda y comenzó a alejarse en silencio. El arquero guardó su arma y se unió al grupo que se marchaba, mientras la mujer, burlonamente, lanzaba una carcajada fría y señalaba a Henrik con desprecio, como si su caída fuera motivo de satisfacción.

La sangre brotaba de su boca mientras Henrik caía al suelo, sintiendo cómo el dolor ardiente de la flecha atravesaba su cuerpo. Sus fuerzas se desvanecían, pero en medio del sufrimiento, una voz conocida lo envolvió como un susurro sereno. Era Sofía, quien permanecía cerca, inmóvil, con una mezcla de tristeza y firmeza en su mirada.

—Tu destino es el del Cristo —dijo con una claridad que parecía atravesar el tiempo y el espacio—. Serás traicionado por tus hermanos, calumniado, aborrecido y abandonado. Pero así como esta brisa despeja el suelo de las hojas caídas del otoño, el viento se encargará de desvanecer las inmundicias que han de caer sobre tu tumba. La nieve del invierno se derretirá con la primavera, y sobre tu tumba el epitafio con letras de oro resplandecerá:

"Aquí yace nada más y nada menos que todo un hombre."

Henrik se quedó inmóvil, sus rodillas clavadas en la tierra húmeda mientras el mundo a su alrededor parecía desvanecerse. La flecha que atravesaba su espalda ardía como un hierro candente, pero las palabras de Sofía resonaban en su mente con una fuerza que sobrepasaba el dolor físico. Con cada respiración dificultosa, sentía que el tiempo se detenía, como si la escena estuviera suspendida en un espacio entre lo terrenal y lo divino.

Sofía se inclinó hacia él, su túnica blanca ondeando con la brisa que agitaba las llamas al otro lado del río. Su rostro estaba marcado por la tristeza, pero también por una extraña determinación. Tocó suavemente su frente con la palma de su mano y murmuró unas palabras incomprensibles, un susurro cargado de una energía ancestral que parecía encender una chispa dentro del alma de Henrik.

De pronto, una claridad inexplicable llenó su visión. Lo que antes era dolor y oscuridad dio paso a imágenes fugaces, como si un velo se descorriera ante sus ojos. Vio rostros conocidos y desconocidos, eventos que parecían pertenecer tanto al pasado como al futuro. De pronto, una claridad inexplicable llenó su visión.

Entre estas visiones, vio una solitaria figura de pie junto a un mar interminable, sosteniendo un bastón que emitía una luz tenue, cálida y constante, mientras una águila gigante le seguía. Henrik sintió un estremecimiento en su interior al reconocer algo profundamente familiar en esa figura. Con cada instante que pasaba, la conexión se volvía más clara: la figura era él mismo. Era como si su esencia más pura y verdadera estuviera plasmada en ese ser, firme e imperturbable frente a la inmensidad del océano, irradiando serenidad y propósito.

La multitud que antes lo rodeaba había desaparecido. Solo quedaban Sofía y el silencio, roto únicamente por el murmullo del río que continuaba fluyendo incansable.

—Levántate —dijo Sofía con una voz que parecía venir de lo más profundo del universo— Tu camino no termina aquí.

Henrik, con un esfuerzo que parecía sobrehumano, se levantó. La flecha aún estaba incrustada en su cuerpo, pero el dolor había desaparecido, sustituido por una sensación de liviandad, como si algo más grande que él mismo lo sostuviera.

Sofía le indicó la barca amarrada en la ribera.

—Debes continuar. No mires atrás, porque lo que has dejado no volverá a ser lo mismo. El río te llevará hacia donde debes estar.

Henrik asintió, entendiendo que las palabras no eran una petición, sino un mandato del destino. Se dirigió hacia la barca con pasos firmes, aunque su cuerpo aún tambaleaba por la herida. Antes de subir, giró para mirarla por última vez.

Sofía permanecía de pie junto al río, su figura bañada por la luz de un sol que parecía ocultarse tras nubes doradas. Una lágrima solitaria descendió por su mejilla, pero esta vez no dijo nada. Henrik sintió que ese silencio contenía todas las respuestas que buscaba.

Al remar río abajo, Henrik sintió cómo las aguas comenzaban a transformarse bajo la pálida luz de un cielo estrellado. Lo que antes era un simple curso fluvial, oscuro y tranquilo, se convertía lentamente en un espejo líquido que reflejaba un cielo infinito, lleno de estrellas que brillaban con una intensidad casi palpable. Era como si el río no solo conectara dos orillas, sino también dos realidades.

Cada golpe de remo parecía abrir un portal hacia un espacio más allá del tiempo. Las aguas reflejaban no solo las estrellas, sino fragmentos de recuerdos y visiones. Por momentos, Henrik creyó ver su propio rostro multiplicado en el reflejo, como si el río revelara diferentes versiones de sí mismo: el hombre que fue, el hombre que era y el hombre que podía llegar a ser.

El aire se cargaba de un silencio solemne, roto únicamente por el suave chapoteo de los remos que marcaban un ritmo hipnótico, como un mantra. A medida que avanzaba, las estrellas del cielo parecían alargarse hacia él, creando un puente luminoso que lo guiaba hacia un destino desconocido pero inevitable.

Henrik sentía una paz que nunca antes había experimentado, una sensación de pertenencia, como si en aquel cruce estuviera recuperando algo perdido desde hace mucho tiempo. Aunque no sabía exactamente hacia dónde lo llevaba el río, por primera vez en mucho tiempo, no sentía miedo. Había una certeza inexplicable de que cada remada lo acercaba más a su propósito, a una verdad que aguardaba ser revelada.

El agua brillaba como si estuviera hecha de luz líquida, y el río, en su constante movimiento, parecía susurrarle en un lenguaje antiguo e incomprensible, pero profundamente reconfortante. Era como si el universo entero lo estuviera alentando, sosteniéndolo en ese viaje hacia lo desconocido, donde la oscuridad y la luz se unían en perfecta armonía.

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