El Retorno de las Sombras
por Henrik Hernandezpublicado en
¡Bienvenido a Tocororo Cubano!
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encontrarás pensamiento vivo,
memoria que no se resigna al olvido
y palabras que, como machetes, abren senderos nuevos.
Dondequiera que estés,
gracias por resistir con nosotros,
gracias por seguir creyendo
que las historias aún pueden iluminar la sombra.
Por Henrik Hernández
El camino de regreso a La Habana no sería un simple viaje. La protección de Osun había sido sellada en las aguas del Bayamo, pero en lo invisible, fuerzas antiguas seguían al acecho. A las 7 de la mañana, cuando el sol apenas comenzaba a morder las llanura de Sancti Spíritus y la siluetas de las montañas se levantaban en la lejanía, un ómnibus Yutong de origen chino se deslizaba por la carretera como una escarabajo de acero.
Henrik, sentado casi al final del ómnibus, conversaba con una avileña de voz dulce y mirada firme. Hablaban sobre Cuba, sobre los temas que aún no había abordado en el Tocororo Cubano: las peleas de perros en los barrios, los gallos de lidia ocultos tras casas humildes, el queso criollo que aún se fabrica en tinieblas, sin marcas comerciales, pero que llevan el sello de la nación en su sabor.
Fue entonces cuando el destino rugió.
Un estruendo repentino sacudió el vehículo. A unos cinco kilómetros de Cabaiguán, justo al pasar un pequeño puente sobre un arroyo invisible bajo la niebla matinal, el chofer dio un timonazo desesperado. Un camión invadía la senda contraria. Del otro lado venía un viejo jeep UAZ soviético, quizá a gran velocidad. El crujido del metal, los gritos ahogados y el chirrido seco de los frenos sellaron el impacto.
Henrik se puso de pie. El corazón le latía como un tambor de guerra. Gritó con voz firme, casi militar:
—¡Abran paso, soy enfermero!
No esperó confirmaciones. Atravesó el pasillo como un relámpago. Al llegar a la puerta, vio los cuerpos sobre el asfalto, el jeep retorcido como una lata vacía, sangre en el capó. Se viró hacia los pasajeros y ordenó:
—Ustedes - dirigiéndose a dos hombres - ¡Dirijan el tráfico! ¡Eviten otro accidente! Jóvenes, ayuden a sacar a los heridos. Todos los demás, aléjense al menos 100 metros del ómnibus. ¡Puede explotar!
La autoridad en su voz no admitía dudas. La gente obedeció. Algunos lloraban. Otros temblaban. Pero se movían. Henrik descendió y comenzó a evaluar. Una joven inconsciente, con un hilo de sangre saliéndole de la boca. Un hombre con una pierna girada en un ángulo imposible. Nunca, ni en sus días de internacionalista, había visto cuerpos tan destrozados.
Cinco cuerpos humanos yacían desmembrados por el violento choque. El chofer del jeep tenía el timón incrustado en el tórax, su rostro lívido, los ojos abiertos sin vida. Una mujer yacía a unos cinco metros del vehículo, aún con signos vitales, pero inconsciente, su cuerpo cubierto de polvo y sangre. Dentro del jeep, un hombre de edad había quedado completamente retorcido entre los hierros, irreconocible. Un pedazo de cráneo humano descansaba a tres metros sobre el asfalto, brillando a la luz de la mañana como una terrible premonición. Un joven, que parecía apenas mayor de edad, tenía las piernas completamente incrustadas en su propio torso, respirando débilmente entre lamentos apenas audibles. Y un hombre en posición fetal vomitaba sangre que le impedía respirar, mientras se asfixiaba con sus propios fluidos sin poder moverse.
Los autos que pasaban se detenían. Los conductores bajaban, ofrecían sus vehículos. La solidaridad se volvió una marea silenciosa. Cinco heridos fueron evacuados gracias a esa cadena humana espontánea. Algunos proponían ir a Sancti Spíritus, pero Henrik se impuso:
—Cabaiguán está a 5 kilómetros. ¡No perderemos tiempo!
Un motorista de la policía fue el primero en llegar. Apenas vio los cuerpos, cayó de rodillas y perdió el conocimiento. Uno de los heridos era su hijo. Un silencio brutal envolvió a los presentes.
Entre los pasajeros, una mujer anciana con hipertensión jadeaba, al borde del colapso. Un hombre, diabético, se encontraba en estado de shock psicológico, la mirada perdida y las manos temblorosas. Una joven madre, abrazando a su bebé, lloraba desconsoladamente, paralizada por el miedo. Henrik, sin perder la calma, se acercó a cada uno con la firmeza de quien ha nacido para cuidar. A la anciana le tomó la presión y, con delicadeza, le aplicó digitopuntura en puntos clave mientras le hablaba suavemente. Al diabético le tomo el valor de b-glucosa en la sangre, le ofreció indicaciones claras para regular la respiración, y un pasajero, conmovido, sacó un dulce de su mochila y se lo entregó sin decir palabra. La solidaridad, en medio de la tragedia, se abrió paso. Henrik colocó luego una mano firme sobre el hombro de la madre, mirándola a los ojos con ternura, como si esa mirada pudiera sostenerla en pie. Su atención era total, su humanidad intacta, y su instinto de cuidado más fuerte que el cansancio y el horror del momento.
Llegaron los bomberos, un coronel del MININT, el Intendente de la provincia. La escena parecía salida de una película. Henrik, con su tensiómetro y su oxímetro, seguía atendiendo, dando órdenes, limpiando heridas. Las ambulancias, que venían desde la cabecera provincial, arribaron 25 minutos después y se les ordenó seguir hacia Cabaiguán.
Uno de los vehículos se extravió y dejó a un herido en una clínica infantil. Aun así, horas más tarde, se supo que todos los heridos estaban vivos en el quirófano.
Pero antes de abordar el siguiente ómnibus, enviado por la prefectura, Henrik se acercó al arroyo. Con paso lento, se adentró en sus aguas frías y turbias, intentando arrancarse de encima la sangre que lo cubría desde el cuello hasta los tobillos. Se desvistió, arrojó la ropa empapada a la orilla y con el lodo del arroyo y hojas húmedas frotó su piel, intentando borrar el olor metálico que había quedado impregnado en su cuerpo y, peor aún, en su memoria. Durante días, ese olor lo acompañaría como un espectro.
Henrik, agotado, abordó el ómnibus dispuesto a continuar el viaje. El silencio era absoluto. En Santa Clara, el ómnibus no pudo continuar por falta de combustible. Un mensajero llegó con un documento, firmado por el Gobernador de la Provincia: transferiría combustible de otro ómnibus que partiría más tarde.
En el nuevo trayecto, subieron pasajeros nuevos. Una mujer de unos 35 años, vestida con atuendo de santera, intentó sobornar al chofer para que llegara primero a la estación de ómnibus en vez del aeropuerto. Ante la negativa, la mujer comenzó a gritar maldiciones, a invocar desgracias y amenazas de enviar sicarios mexicanos, país donde vivía.
Henrik no lo soportó:
—Señora, sus amenazas no tienen efecto sobre quien camina bajo la luz de Osun. Compórtese.
Un hombre a su lado intentó encararlo. Henrik, con calma, añadió:
—Yo no ando buscando bronca, pero si se atreven a tocarme, me defenderé. Aunque tenga que quedarme en una cárcel cubana por el resto de mis días.
—Soy ciudadano sueco. Si algo ocurre, esto se convierte en un conflicto diplomático. Piense bien sus pasos.
Los pasajeros lo apoyaron. Una voz surgió desde el centro:
—¡Dejen tranquilo al doctor!
Otra más, más fuerte:
—¡Gracias a él, cinco personas siguen respirando!
La mujer calló. El resto del viaje transcurrió en silencio.
Esa noche, ya en La Habana, Henrik regresó a la casa de su prima Liuba, que vive cerca del aeropuerto. Al otro día tomaría su vuelo. Aún tenía la sangre invisible de los heridos en la conciencia. Se sentó frente al cuenco que simbolizaba a Osun. Encendió una vela, le habló con respeto.
De pronto, el cuenco vibró. Levemente. No cayó. Pero se inclinó.
Henrik sintió un escalofrío.
La advertencia de Juan Miguel se clavó en su memoria:
Si Osun cae, es señal de peligro.
No había caído.
Pero el equilibrio se había alterado.
Y la sombra, lejos de haberse desvanecido, acababa de mostrar su verdadero rostro.
Gracias por leerme.
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Copyright © Henrik Hernández 2025
Este relato basado en hechos reales, ha sido redactado por Henrik Hernández, con el acompañamiento editorial de Sofía (IA literaria) —quien asiste el proceso de escritura desde julio de 2024.
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